24/1/09

Radio Puente (fragmento)

Océano Atlántico.
Octubre de 2001

—Oye, amigo. ¿Cómo es que conseguiste llegar de Senegal hasta
este cayuco?
—Uff, amigo. Es una historia un poco larga.
—No será más larga que la incertidumbre en la que estamos.
—No, claro que no. Subí a un carguero de juguetes que supuestamente
me iba a llevar hasta Canarias. Cuando llegamos a
El Aaiún me dejaron tirado. No tenía dinero, todas mis cosas se
quedaron en el barco excepto este cuadernillo.
—¡Agua!, ¿no tiene un poco de agua? —Pidió una voz meliflua
que sostenía el llanto de un bebé.
—Tome —respondió Diogomaye.
—Y ¿qué pasó después?
—Unos tripulantes de un carguero español me entregaron a
la policía del puerto después de haberme desmayado. Me tuvieron
dos días masacrándome la espalda con una vara de metal. Al
tercer día me dijeron que, o me iba, o me quedaba para siempre
enterrado en un área baldía. No tenía dinero, entonces abordé un
camión que iba a El Aaiún. Allí cobré el reembolso de unas latas
de lubricante que había comprado el maldito del capitán. Le pregunté
a un camarero de una terraza por el lugar más cercano para
tomar un cayuco a Canarias. Me dijo que casi en toda la costa era
posible embarcar, pero precisó que cuanto más cerca estuviera de
Tarfalla mejor, la ruta era más corta. Compré un poco de agua y
me paré al borde de la carretera hasta conseguir quien me llevara
hacia el norte. El chofer del camión que me llevó me propuso que
bajara en la playa Bouslam Idris. Según él, a diario salían varios
cayucos. Llegué allí y el resto ya lo sabes.
—Sí, amigo. Hay que tener agallas para lanzarse a nadar al
Atlántico. Al principio, cuando te vimos nadando pensamos que ibas a regresar a la costa. Fue el patrón del cayuco el que nos preguntó
si estábamos de acuerdo en llevarte. La mayoría argumentó
que para qué, si ya te iban a comer los tiburones. Los saharauis
que están allí, en la punta del cayuco, fueron los que más batallaron
con el resto para que te dejaran subir. No sé si te habrás
dado cuenta pero ya estabas bien adentro. No creo que pudieras
regresar a la costa. Este cayuco fue tu salvación.
—Señor, ¿me puede regalar un poco de pan para mi bebé?
Hoy no ha comido nada —volvió a interrumpir la voz meliflua.
—Déjeme ver si me quedan unas migas en el bolsillo —contestó
Diogomaye—. Abra la mano. Tome, este polvo es lo que
me queda.
—Gracias, señor.
—Le iba a decir que entre quedarme en tierra, sin nada, y
morir, creo que no había mucha diferencia. Así lo sentí y por eso
me lancé al Atlántico. A nadar. Llevaba cuatro días casi sin comer,
sólo agua y alguna fruta. Ningún coyote me quería llevar sin dinero
y eso que salen varios cayucos a diario. El primer día esperé
en una fila enorme. Llegué como a las seis desde la mañana, me
situé detrás del último. Conversé con el último, el penúltimo y la
familia del antepenúltimo. Quedamos de vernos por allá si todo
salía con suerte. A media tarde se cerraron las plazas para viajar
ese día. Así viene ocurriendo las últimas semanas, según me dijeron.
Entonces me lancé a nadar harto de sufrir, de recordar a mi
familia, de pensar en la maldad de algunas personas, de querer
llegar a la isla... Por causas inexplicables sentí que podía cruzar,
ya sé, son 100 kilómetros en el Atlántico. Noche y día, noche
tras día. Ahora que estoy sobre este cayuco percibo el tamaño del
error en el que me había metido.
—Así es, amigo. Oiga, y ¿no tiene un cigarro?
—Lo siento. En estas circunstancias no fumo.
—Yo tampoco pero, en momentos así... sí fumo. Mira ése que
está a tu lado. No se mueve desde esta mañana. Yo creo que ya la
palmó. Tócalo.
—No se mueve. Lo estoy tocando y... está muerto.
—Revísale los bolsillos.
—No, eso no. No puedo.
—¿Cómo que no puedes? ¿Quién lo va a hacer?
—Hazlo tú.
—Pero no ves que no nos podemos mover más que para mear
y cagar. Arriba y un paso para atrás para ir a orinar. Un paso
adelante y vuelva a sentarse para regresar. Ya son diez días y diez
noches. Con la de ahora hacemos once noches.
—Llevamos diez días que no tocamos costa. Anoche creí ver
unas luces en el horizonte, parecían redes de mar tendidas sobre
montañas. Durante el día de hoy no hemos visto nada. Tal vez nos
estamos alejando... no sé. Aún queda viaje hasta ¿Fuerteventura?
—Ajá. Pero no me cambies de tema. Sácale a ése lo que tenga
en los bolsillos. Ya verás que se te va a adelantar el que está del
otro lado.
—No me obligues a hacer eso. Tal vez más adelante, si aguanto
más el dolor. Esa mezcla que hicimos de agua dulce con salada
me está rompiendo el estómago.
El acompañante de Diogomaye no le había quitado la vista
de encima a los bolsillos del marroquí fenecido que estaba junto
al senegalés. En aquellas circunstancias, el acompañante prefirió
cambiar de tema. La proximidad incitaba a la tolerancia.
—El patrón del cayuco dejó claro que esta noche paraba motores
porque vamos a pasar por la zona de vigilancia. Si pasamos,
después tenemos que salvar los radares de la costa. El patrón calcula
que con lo calmadita que está la mar podemos estar llegando
de madrugada.
—¿Esta madrugada?
—Sí, en ocho horas más.
—Oye, amigo, ¿Tienes idea del día que estamos?
—Mas o menos llevo la cuenta. Si mis cálculos no fallan mañana
amanece el 1 de octubre.
Era costumbre que el gran patrón se quedara en tierra, su gestión
se consideraba un éxito si lograba pasar lo más inadvertido
posible. Sólo se encargaba de recaudar el dinero de los jóvenes de
confianza que subcontrataba como anzuelos y seguir comprando
material desechable. A fin de cuentas, el cayuco era un producto
perecedero. Lo más parecido a un ergástulo flotante. En ocasiones,
los patrones de los cayucos y sus ayudantes pagaban con su
vida la travesía, en muchos casos, los patrones anhelaban el sueño del barsaij como propio y sufragaban el viaje con el manejo de la
embarcación. Tal era el caso en el que estábamos.
El patrón había anunciado que viajaban ciento cuarenta y siete
personas, sin incluirse él, un joven ayudante y Diogomaye.
Los aspirantes a alcanzar el sueño europeo estaban distribuidos
en cuatro filas: dos filas dobles en el centro de la embarcación
con la mirada dirigida hacia la proa y otras dos filas dobles en las
bordas del cayuco con la mirada permanentemente clavada en
los viajeros del centro de la embarcación. Ninguna maniobra era
posible salvo alongarse a la borda del cayuco para orinar, defecar
o vomitar que, dicho sea de paso, eran las tres actividades más
comunes entre los pasajeros.
La embarcación medía 25 metros de eslora y llevaba dos motores
de 40/60 CV cada uno conectados a un bidón de gasolina
que abarcaba 450 litros. Con cierta frecuencia el ayudante del
patrón echaba un vistazo a un equipo portátil de GPS el cual les
iba guiando en la ruta.
El cayuco estaba generando una recaudación total de aproximadamente
70 mil euros, que se podía desglosar en 18 mil euros para
gastos de organización o mordida del patrón, entre 9 y 11 mil euros
para garantizar la salida de la embarcación o mordida policial y 42
mil euros de ingresos generado por la venta de las plazas.
Después de esperar entre 7 y 12 horas a que se fueran cubriendo
las plazas, cada aspirante a cruzar el océano apoquinó el equivalente
a 600 euros si eran subsaharianos, o 300 euros si eran marroquíes.
Estas cantidades se establecieron de esa forma porque ninguno de
los pasajeros decidió contratar apoyo logístico alguno. De haber
contratado el plus, el presupuesto por persona se incrementaría a
los 800 o mil euros por subsahariano, y alrededor de 500 euros
por marroquí. La diferencia de precio concedía el apoyo logístico
completo y vestuario adecuado para la travesía. ¿Qué quería decir
esto? Si se contrataba el plus, a cada pasajero se le daría chaleco
salvavidas, abrigo y víveres suficientes para llegar con cierta salud
al destino. Además, se podría continuar el viaje una vez llegados a
tierra a través de las redes que operaban del otro lado.
La penumbra de la noche había pedido paso. El patrón ordenó
que ningún pasajero encendiera luz alguna, «En breve cruzamos
la zona de vigilancia», advirtió.
El acompañante de Diogomaye se atusaba el bigote al tiempo
que cavilaba la manera de extraer los bienes restantes de los viajeros
que hacía horas dejaron de respirar. Tenía contabilizado a una
pareja de mauritanos enfrente y al marroquí junto a Diogomaye.
En la proa del cayuco el patrón había vaciado los bolsillos de dos
mujeres saharauis. Las mismas que habían apoyado la subida de
Diogomaye al cayuco. Estaban frías, a punto de ser arrojadas al
mar. El olor a putrefacto era fuerte y turbador, a ratos olía al excremento
que yacía en el fondo de la embarcación como a ratos
olía a descomposición. Era particularmente desagradable el hedor
que desprendían los bebés fallecidos. Aún así, permanecían en los
brazos de sus madres con la esperanza de poder enterrarlos en el
destino. La consigna era esperar a que oscureciera completamente
para ir tirando los cadáveres adultos al Atlántico. Debían ser lanzados
todos y a la vez para que no se esparcieran pistas de la ruta.
La noche anterior, un argelino se tiró por la borda y comenzó
a nadar para no morir de hipotermia según confesó antes de lanzarse,
la tristeza por verlo desaparecer en la oscuridad era concomitante
a la melancolía que delineaban los pocos ojos abiertos. Al
cabo de unos minutos murió ahogado.
Los motores del cayuco dejaron de hacer ruido. La calma del
océano penetró en los oídos de Diogomaye que sólo se veía interrumpida
por débiles regüeldos. Intentaba mantener la boca
cerrada para no provocar una mayor desecación de la garganta.
Se había apoyado a su derecha. Metió su brazo entre la espalda
del marroquí fallecido que estaba junto a él y la borda del cayuco.
Buscaba protegerse de la brisa marina que comenzaba a
arreciar. El cuadernillo de notas que mantenía abierto para que se
secara quedó entre sus piernas, las últimas anotaciones del viaje
casi se habían borrado por completo al escribirlas a lápiz. La incertidumbre
del momento había provocado que varios pasajeros
mezclaran el agua dulce con la salada en aras de sacarle un mayor
rendimiento al líquido vital. Aún así, las reservas estaban a punto
de agotarse. La noticia de que tocarían costa en la madrugada
no sólo era esperanzadora sino que necesaria. Una jornada más
de sol sobre sus cabezas podía dejar en cuadro a la embarcación.
Claro que al gran patrón no le interesaba demasiado si llegaban o no con vida, él ya había hecho su negocio y como adelantó en
la playa: «Yo no les digo que se vayan, sólo les ayudo a hacerlo.
Antes era pescador, ahora trabajo con personas. Vuelvo y repito
que yo les hablo claro, les digo que hay muchas pateras y cayucos
que se han ido y que no se ha sabido más de ellas».
Diogomaye segregaba una espesa espuma blanca que le inundaba
la boca. No podía estirar la mano para recoger una palmada
de agua salada por habérsele dormido tras la espalda del marroquí.
Apoyó sus dientes sobre la nuca del fallecido y clavó los incisivos
en la fría piel de su acompañante. En un gesto de desesperación
succionó la sangre que brotaba por el corte de sus dientes.
La absorción de líquido le produjo un ligero refrescamiento. El
canal hidratante que se había delineado de su boca a su estómago
aumentó unos milímetros con la filtración de la sangre. Volvió
a abrir sus ojos para comprobar que todos los pasajeros estaban
replegados sobre sus rodillas. Vio que cayó un cañón de luz de
dificultosa procedencia sobre la proa de la embarcación. Giró la
cabeza hacia atrás y atisbó el origen de la luz. Una patrulla de
salvamento marítimo se aproximaba al cayuco. Era el final de un
sueño hecho realidad, el principio de una ilusión extraviada.

[Fragmento del capítulo X de la novela Radio Puente, Ed. Baile del Sol, 2010]