17/3/08

De ámbulos concéntricos

Don Plutarco Tapia nunca había poseído, sinceramente, una buena memoria. En el sentido de que don Plutarco, penosamente, olvidaba con frecuencia. Tampoco recuperaba todo lo que perdía. No estoy seguro de expresarme bien.

A la hora de explicar el fenómeno del olvido se han descubierto páginas escritas que diagnostican el olvido en una ligera falta de concentración o en un exceso de la misma. Este puede no ser el caso. La mayoría de las veces los descuidos de don Plutarco se producían por tener asumido el hecho de que nada quedaba en el tintero, de confiar en el instante donde todo marchaba según lo planeado, sin más preocupación que continuar el camino hasta la llegada del golpe. Zás. Una vez recibido, llegaba la duda.

La retina de don Plutarco se desprendía como un glaciar desde el año anterior y era frecuente que equivocara agua con lejía, los condimentos para la comida entre sí o el fútbol con el rugby. Una madrugada llamó a casa desde el estacionamiento donde trabajaba como acomodador de coches para preguntar por el resultado del clásico que enfrentaba en la pantalla al equipo de sus amores contra el de sus desamores. Al colgar el teléfono se volvió a dar cuenta que no podía seguir confiando en todo lo que salía en la televisión: uno de sus hijos le aclaró que, a esa hora, el único programa donde se veía verde era el mismo que él estaba viendo: un documental sobre los Masai Mara en su peregrinar por la estepa tanzana.

La falta de visión completa hacía pensar a don Plutarco que tal vez por ahí se derramaba una porción importante de su concentración y por lo tanto, un motivo por el que pensar en su lógica del olvido.

Antes de regresar a casa recogió de la mesa de trabajo el teléfono, los cigarros y la tarjeta de visita que le había obsequiado un cliente del estacionamiento del cual pensaba que lo hacía porque éste entendía que don Plutarco tendía a la desconcentración. En alguna ocasión los autos tenían mecanismos de encendido difíciles de asimilar y algunos clientes llenaban de mañas imposibles la cabeza de don Plutarco en pos de hacerle más fácil el trabajo. No siempre daba con la maña, y sí, se vio necesitado de comunicarse con más de un propietario para mover el auto de lugar.

Como bien saben, antes de entrar dejen salir. Así estaba escrito en el reverso de una postal carcomida y pegada a la puerta del baño de la casa de don Plutarco. Además del desprendimiento de retina en la casa cohabitaban la gula trasnochadora de su hijo Ernesto y el mundo paralelo de su otro hijo, Javier. Su esposa Ernestina había fallecido años atrás debido a un descuido doméstico.

De camino a casa don Plutarco encontró una panadería abierta. Miró el reloj insistente. Pensó que no debía retrasarse demasiado. Aun así se introdujo en el calor del lugar y automáticamente se acordó de que tenía ganas de ir al baño. Salió a la calle. Caminó hasta una esquina oscura y evacuó dejándose la cremallera abierta. Pasos más adelante atisbó el portal de su casa y al tomar la llave del bolsillo se dio cuenta que no había cerrado la bragueta del pantalón. La cerró y acto seguido abrió la puerta de la entrada. Subió los escalones que conducían al apartamento tratando de recordar qué había olvidado en el camino.

En el interior del apartamento su hijo Ernesto abrió la puerta del baño y con un gesto automático apagó y encendió la luz del salón. Levantó la mirada para comprobar que se acercaba a las dos y media de la mañana y pensó que su padre estaría al llegar. Antes de tomar el último trago a la cerveza caliente buscó el control remoto de la televisión. Comenzaba en ese momento un documental que ya había visto tres veces en la misma semana y quería cambiar de canal.

Fruto de la realidad cotidiana se abrió la puerta de la casa. Entró don Plutarco haciendo ruido con las llaves. Apagó y encendió la luz del pasillo. Imaginó que Ernesto estaría en el salón y apagó definitivamente la luz del pasillo. Antes de llegar al salón dobló a la derecha para entrar desde el pasillo a la cocina. Apagó y encendió la luz de la cocina. Sin hacer ruido puso cuatro rebanadas de pan junto a la tostadora y le vino a la mente el olvido: no había comprado pan. Enfiló al salón con la mantequilla, la mermelada y las cuatro tostadas.

-Hola papá, ya me estaba quedando dormido.
-Sí, ya parece que se te cierran los ojos. Toma, cómete unas tostadas.
-Gracias, viejo. Hoy han pasado en el siete la película que fuimos a ver el miércoles pasado al cine.
-¿La del fotógrafo que se suicida?
-Sí.
-Pero, ¿no habíamos ido al cine porque ya estabas harto de verla en la tele?
-Sí, pero después de verla en el cine como que cambia. No sé, me fijo más en otros detalles.
-Tal vez debieras aprovechar tu noctambulismo para leer un poco más. Las pelis acaban por dañarte la retina. Para muestra… yo mismo.
-Pos es que los libros me abren más los ojos. Si pretendo leer para quedarme dormido lo tengo muy claro, no pego ojo. Me clavo en la trama y después empato con el Javier.

Sonríen los dos.

Ernesto encuentra el control remoto y apaga el televisor. Don Plutarco se levanta, remoza unas migas de pan de su camisa y espera a Ernesto para desearle descanso junto al quicio de la puerta que delimita el salón del segundo pasillo que lleva a los tres cuartos. Se despiden antes de ir a la cama al tiempo que se abre la puerta del cuarto de Javier.

Sale Javier con los ojos cerrados y el paso firme. Tantea las paredes del pasillo que le conducen al salón. Arrastra los pies con el suelo haciendo un ligero ruido que se confunde con el reptar de una escoba. Su padre le espera y apaga y enciende la luz del salón. Sin rozar ningún mueble ni desplazar ninguna silla Javier consigue llegar a la mesa de la cocina. Busca con las manos el frío tarro de los chocolates. Abre la tapa y mete algunos bombones en su calzoncillo. Huele a quemado. Intuye que no puede acercarse demasiado a los fogones. No sabe qué podría pasar si lo hace pero a lo lejos cree escuchar los gritos desaforados de su mamá al tiempo que a lo lejos, también, cree oler a carne humana quemada. Tras sus pasos llega don Plutarco a la puerta de la cocina, antes recogió del suelo El pasado de Alan Pauls, unas cartas que asomaban de la zapatera que rellena el pasillo, reacomodó el cable del teléfono y pegó en la puerta de la cocina otras postales con mensajes subliminales. Accedió a comprobar que tenía la tarjeta del cliente en el bolsillo pero ya la había perdido. Al ver el tarro de los chocolates abierto, don Plutarco recordó aquel día que discutía con Javier sobre quién se había comido los chocolates de su cumpleaños. Javier había apelado a su sonambulismo para exculparse.

-Javier, ya estoy en casa –susurró su padre desde la penumbra del pasillo.

Javier imaginó que había escuchado esas palabras y palpando la distancia entre la mesa y la silla de la cocina se levantó, giró sobre sus propios pasos y enfiló hacia el salón. Don Plutarco le siguió la estela revisando que no cayera nada a su paso. Don Plutarco había dejado de imaginar a sus hijos diferentes. El destino le había ofrecido convivir entre ámbulos concéntricos. Al llegar al salón sólo tuvo que volver a ubicar sus zapatos junto a la zapatera y ahora sí, apagó de un solo golpe la luz.


[De ámbulos concéntricos publicado en la revista digital Narrativas volumen 9, México]




8/3/08

Desde mi ventana...Borges




Decía Roncagliolo en su reciente visita a Ginebra, concretamente cuando caminamos a La Cimitière des Rois para visitar la tumba de Borges, que los cementerios tienden a representar la arquitectura de los pueblos. En la foto que precede a este pie podrán observar la calculada distancia que hay entre tumbas en el cementerio ginebrino, como si de verdad, los muertos necesitaran caminar a sus anchas. Idea que me entusiasma porque tal vez y con esta perspectiva que tengo desde la ventana de mi cuarto vea en alguna ocasión a Borges caminar junto a Calvino, Jean, no Italo.

La ligera línea blanca que aparece abajo y a la derecha de la foto es el filo de mi ventana, y el árbol centrado en la foto es el que cobija a la tumba de Borges. Bajo las ramas del enorme vegetal de origen saboyano descansa el maestro. No piensen que es la tumba blanca visible, no. Borges descansa bajo un monolito vertical que termina en punta ovalada, bastante más sencilla. Sobre la superficie que ocupa el cuerpo se ha creado un parterre de plantas saboyanas y en el anverso de la piedra queda un esculpido en bajorrelieve donde se aprecian varios guerreros, algo más abajo se percibe una leyenda en anglosajón And Ne Forhtedan Na, o lo que traducido al castellano diría: Y que no temieran. En la parte superior frontal están inscritos nombre y fechas y en la parte inferior hay una dedicatoria: De Ulrica a Javier Otarola, así se llamaban entre sí María Kotama y Borges. Al reverso aparece una embarcación celta tirada por varios remeros y otra inscripción: Hann tekr sverthit Gram ok legger i metal theira bert; en castellano: El tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos.

El destino ha querido traerme a vivir a esta distancia de él y yo les comparto la cercanía.

3/3/08

Propriété intellectuelle

A las puertas del Registro de la Propiedad Intelectual.
-Don Filisteo, ¡qué gusto volver a verle!
-Gracias, Porfirio, gracias
-Cuénteme, cómo le fue, se le ve un poco cansado, le creció la barba…
-Ni me recuerde Porfirio, ni me recuerde.
-Confíeme don Filisteo, nuestra amistad es grande, ya sabe, yo le protejo y usted me protege, ¿recuerda? Cuénteme.
-Se cavó
-Cómo
-Que se cavó
- Qué se ha acabado
-El mundo
-¿El mundo?
-Sí, mi mundo
-A ver hombre, venga tantito, siéntese aquí –postrados en un banco-. Don Filisteo, usted es una persona respetada, querida, admirada… Qué quiere decirme con que se acabó su mundo.
-No hombre, no. No es mi mundo el que se acabó, entiéndame. Es que de mi canción “El mundo se va acabar” ya sólo me quedan los derechos por “se cavó”.
-¿Eh?
-Todo empezó porque hice una denuncia pública a un grupo de son por no darme los respectivos créditos. ¿Comprende?
-Ajá, ¿Le faltaba un número de cuenta o…?
-¡Qué número de cuenta ni que ocho cuartos! ¿Que no sabe lo que representa tener los derechos de autor sobre una obra?
-Sí, hombre, sí. Déjeme entender que es algo así como que yo registro una obra ante un organismo oficial y entre ese organismo y yo existe un complot, ¿no? Donde por “ley” si a alguien se le ocurre copiar la obra debe… pagar una lanita o por lo menos rezar el padrenuestro cambiando Amén por el nombre del autor... ¿no es así?
-Le cuento: Un grupo de son copió mi frase “El mundo se va a acabar” en uno de sus sones. El lunes siguiente vine al Registro e intenté poner la denuncia correspondiente, el funcionario me dijo que dos horas antes había llegado un joven para registrar la frase a su nombre. Como comprenderás, salí furioso del Registro y me encaminé hacia la papelería que está debajo de mi casa a comprar unos formularios para registrar “Un mundo se va a acabar”. Por aquello de los horarios institucionales y las enormes distancias de la ciudad fue hasta el día siguiente que pude regresar a registrar mi nueva obra maestra. Al pie de la ventanilla el funcionario me dijo que otro joven había registrado la misma frase una hora antes. Imagínese con qué cara regresé a la papelería.
-Me imagino, don Filisteo, me lo imagino perfectamente.
-El miércoles suena mi despertador a las 4 de la mañana y sin desayunar encaminé hacia el Registro. Cuando llego, la fila para entrar le da la vuelta al edificio. Por pericia profesional comienzo a preguntar a la gente que esperaba para registrar su obra que a qué departamento iban. Todos me respondieron que a Propiedad Intelectual. Mañoso yo decidí preguntarles a cada uno que me ayudaran a rellenar los formularios y así podría yo indagar lo que registraban.
-Qué acción tan inteligente don Filisteo.
-Al primero que le pregunté me dijo que iba a registrar “Qué mundo se va a acabar”, el segundo registraba “Segismundo se va a acabar”, el tercero “El mundo se va a cavar” el cuarto “Segismundo se acabó”, el quinto “Qué mundo se va a cavar”, el sexto “Un mundo que se cavó”… y así hasta que cuando llegué a la ventanilla de registro los únicos vocablos que quedaban por registrar eran “se cavó”.
-Ajá, creo que ya le entiendo.
-No estoy seguro de que me entienda.
-Bueno, entiendo que usted creó una frase y por lo que se ve, hay un grupo de gente que se levanta muy temprano cada mañana para chingarle.
-Así es la administración, Porfirio, una decepción.
-Pero bueno don Filisteo, usted es músico, no registrador de palabras. ¿Quién puede considerarse dueño del habla? ¿No es un bien común? ¿De toda la comunidad? A fin de cuentas la lengua se alimenta del habla. Así ha sido siempre.
-Y los buitres de la carroña.
-Ajá, fíjese qué bien lo ha entendido.